EL POETA MANUEL PANTIGOSO
RETRATO DE UNA VIDA MEMORABLE
por: Antonio Sarmiento
Vida y poesía como estandartes
En julio de este año, se publicó en dos tomos la poesía completa (la editada y la inédita) de Manuel Pantigoso, con el sugerente título: Rompeolas de altamar. El autor tuvo tiempo de pulir sus versos. En más de 1200 páginas se recogen diferentes temáticas, pero engarzadas por un estilo personal y definido. Esta obra monumental es un indicativo de la pasión poética de Pantigoso. Una pasión a todas luces que mantuvo en pie hasta el final. Los que lo conocimos muy de cerca supimos que el punto crucial de su poética era ese estado dinámico y movible que lo impulsaba a la búsqueda de lo nuevo, a la aventura, y también a ese estado estático y homogéneo que apuntaba a las esencias y a lo concentrado del lenguaje. Dos líneas, dos posturas, muy bien imbricadas en su concepción de concebir el arte y la forma de vivirlo a plenitud.
En su caso lo poético traspasó el papel impreso y se proyectó a los actos cotidianos. El autor de Rompeolas de altamar supo vivir poéticamente la existencia porque amalgamó el trabajo creador, sumado a esa misión íntima de construir la felicidad a partir del impulso y la creación vigorosa de nuevos espacios dedicados a la cultura y al arte, motivo por el cual se le consideró uno de los mayores promotores de la cultura en el país. Un tópico central en su vida y en su relación con la literatura es el tema de la amistad. Como muchas veces lo escuchamos decir, para él, la escritura era un acto de amistad y comunicación en la medida que, en cada texto literario, se advierte la presencia del “otro” desde una visceral dimensión íntima. En tal sentido, Pantigoso exaltó la amistad como símbolo, como sinónimo de hermandad y de elemento primordial de la condición de existir.
El poeta nunca hizo literatura de puertas cerradas, incomunicado con los demás. Al contrario, siempre tuvo una actitud abierta y franca para celebrar al “otro”. Los más jóvenes, y los que ya no lo eran tanto, tuvieron siempre de él las necesarias palabras de aliento. Les buscaba espacios para presentar sus libros que él corregía por propia voluntad, les escribía el prólogo y hasta era uno de los presentadores. Incluso, alentó la publicación de muchos libros, gracias a su propio peculio. Su desprendimiento nos recuerda el ejemplo de Ezra Pound, quien también dedicó gran parte de su vida a ayudar a otros escritores norteamericanos y europeos.
Su gran aprecio y estima por los maestros de la “Generación del 30-36” -término acuñado por él- fue motivo de una dedicación constante para realizar estudios fundamentales de dichos escritores, entre los que destacaban Emilio Adolfo Westphalen, Augusto Tamayo Vargas, Estuardo Núñez, Alberto Tauro del Pino, entre muchos otros. Generalmente, los estudios literarios se centraban en la vanguardia y de ahí daban un salto hacia la generación del Cincuenta, y dejaban esos ricos años creativos, que va de los años 30 al 40, en el silencio. Simbólicamente, se podría decir que Pantigoso ha “reinventado” a la Generación de la Crisis. A partir de los años ochenta del siglo pasado, hacia adelante, sería el primero en estudiar, homenajear y difundir a los vates, narradores y ensayistas de dicha promoción, con los que mantuvo una hermosa e intensa amistad. Como aquellos, Manuel Pantigoso apostó por la integración nacional, a partir de lo múltiple y lo diverso de nuestra realidad cultural, en la línea de su padre, el notable pintor arequipeño Manuel Domingo Pantigoso.
Su preocupación cardinal fue el destino del Perú, y tuvo como ideario difundir todas las dimensiones del arte para forjar la gran patria espiritual, por eso el 2021, año que celebrábamos el bicentenario patrio, a los 85 años, publicó: En el nombre del Perú, un estudio totalizador en tres tomos de la literatura peruana, que muestra tendencias y características de escritores nacidos en diversas épocas. Y lo ofreció a manera de testamento literario y vital, pues en los momentos más oscuros y terribles de pandemia, el maestro Pantigoso vio una luz esperanzadora en ese Perú asolado por la gran mortandad. Ahí en sus páginas, aparecen los grandes forjadores de nuestra nacionalidad, sobre la base de una visión que no se queda solo en lo literario, sino también avanza hacia la explicación social, político y cultural de la nación.
Una de sus grandes pasiones era escribir ensayos sobre escritores y poetas peruanos poco difundidos, pero de suma importancia para el conocimiento del desarrollo literario del país; aunque pocas veces lo vimos ocupándose de la divulgación de su propia obra poética. Incluso, cuando publicaba un libro, el grueso de ejemplares quedaba guardado en su estudio, que estaba abarrotado de sus poemarios y ensayos, los que se contaban por miles. Diríase que el poeta amaba tanto sus libros que por eso muy poco los distribuía.
Hay que decirlo, debido a un permanente activismo en favor de lo literario, del arte y la cultura en general, se le aplicó etiquetas para definirlo: como investigador literario, promotor cultural, académico, educador por el arte, etc., cuando fundamentalmente es la poesía la que ocupó su centro vital, no solo por la calidad y cantidad de poemarios editados e inéditos sino porque escribió permanentemente sobre lo poético en sus libros de ensayo y en sus artículos críticos. Igualmente, gran parte de sus piezas teatrales están sostenidas y estructuradas a base de poemas. De allí su denominación de “Teatro Poético”.
Manuel Pantigoso fue un poeta a carta cabal que supo vivir en flor de poesía, cultivando su arte en tierra propicia. Jamás ninguna mala ventisca, ni vientos azorados pudieron derribar la fe intacta de su optimismo frente a la vida, en su pasión por y para la palabra. Algunas veces una ligera alegría asomaba en su rostro cuando leía un comentario crítico que alababa las virtudes de su trabajo lírico. No era la suya, una sonrisa envanecida, era la expresión espontánea, en grado de pureza, de un poeta que hasta los 88 años también supo madurar “en niño”. En 1997, cuando fue candidato por la universidad Ricardo Palma para el premio Reina Sofía de Poesía, diría con humildad, que el solo hecho de ser propuesto a tan magno premio, ya era un alto honor. Así era, trataba incluso, de ser delicado, cuando en realidad había suficientes razones de su designación por la calidad y el mensaje de su poesía. Y esta constatación se aprecia en forma abrumadora en la publicación de su obra lírica completa.
El canto que no cesa
Rompeolas de altamar es el título general que el poeta dejó en sus borradores para que sea tomado en cuenta al momento de su publicación. Dicho rótulo marino hace alusión a la subjetividad, a la interioridad del poeta, en oleaje desatado, en total anarquía de sentidos, en un mar salpicado de pasiones. Y es el poeta quien en medio de ese desorden y caos logra extraer la palabra justa, la expresión intensificada. Él vendría a ser traductor de sus propias emociones que divagan en la inconsciencia, por esa Travesía de extramares, apelando al título icónico de Martín Adán.
Tuve el honor de prologar la ópera magna del poeta. Estructurado en la línea de aquellos libros abarcadores que recogen la propuesta ética y estética de un autor (estoy pensando en esos textos paradigmáticos de los poetas españoles de la Generación del 27: Cántico, de Jorge Guillén, La realidad y el deseo, de Vicente Aleixandre) está organizado de acuerdo a una estructura eminentemente vital: cada libro incluido aporta un clima y una temperatura personal, traduce estados de alma del poeta quien moldea la materia verbal con lirismo, con trazo coloquial, reflexiones oníricas y símbolos de cuño trascendente.
Un tiempo interior, íntimo, adherido a la piel del poema se despliega por los cuatro puntos cardinales de este libro totalizador para afirmar así, la esencia del ser y la palabra. Una de las características esenciales del arte de Pantigoso es la presentación de espacios y objetos difuminados, como resonancia de un estado anímico o afectivo. Sin duda era un poeta de atmósferas.
El símbolo es uno de los pasajes centrales de su lírica. Sugerir antes que nominar. He ahí la clave. Tenía muy presente un libro cenital del bardo y crítico español Carlos Bousoño, autor de Teoría de la expresión poética en donde el símbolo es trasfondo y emoción, tal como se aprecia en su notable poema, titulado “Más allá del amor el ciervo espera”, que pertenece a su libro Piel de la palabra. Ahí se destaca la polisemia, la carga semántica y la iluminación esencial del poema:
Frente a frente han quedado
el sentido puro de la vida
el sentido impuro de la muerte
caos y orden emparejados de azar
de melancolía
el ciervo mudo está frente al mar
su ceguera rumia el resplandor del abismo
su piel es leve como un salto herido
como un médano en pálpito.
(Rompeolas de altamar, Tomo II, p.40)
Este efecto de lo poético aparece, concentradamente, en sus libros: Sydal, Contrapunto de la Mitomanía, Arte-Misa, En-clave de sol del color, El instante de la memoria, Ardiente desnudez y Largo viaje de sombra iluminada. Por otro lado, la poesía de Pantigoso registra otras estancias que dan cuenta de su proceso emocional:
a) El tren o la búsqueda de la utopía. Nuestro vate fue un hombre de fe, de mitos y utopías. Gustaba simbolizar la vida a través de ese tren que discurría por las cuatro estaciones de la existencia, hasta llegar a una quinta: “Yerbal”, estación de la liberación y la felicidad humana. En el siguiente fragmento de Salamandra de Hojalata el poeta escribe su arte poética del movimiento, sinónimo de marcha, camino o travesía: “-¿y mis zapatos? ¿y mis espejos? Quiero llevar conmigo mi casa vagón y mis cortinas// -solo agua elemental y exhalación de escarcha// es decir vapor más tierno más leve el viento// elevando lo cotidiano a la altura del encanto”. (Rompeolas de altamar, Tomo I, p. 58)
b) El jardín perdido y anhelado: la nostalgia del regreso. La palabra en buena cuenta es la ruta más anhelada para volver a la primera inocencia, a ese jardín edénico, al jardín de Magdalena del Mar donde viviera su niñez. El vate buscó en cada poema, en cada libro, el sentido primigenio, auroral, de la palabra. En el fondo de cada texto hay una atmósfera emocional, un dejo de melancolía que busca aprehender el misterio del poema como síntesis de la vida misma. En Los siete uni/versos del Jardín de Magdalena (2015) el vate inicia el descenso hasta los orígenes, a la “deshojadura del jardín del ser”, y alcanza la ribera de la madre eterna:
En el jardín de la casa
sembraste la semilla de tantas lluvias prometidas
en qué otro surco estás ahora
mamá?
yo supe desde la cuesta de tu alegría
que en la gruta de tu corazón
el trino era luz y la espiga encanto
y que al abrevar la higuera apetecible
de miel era tu querer
tu sabiduría que no engaña a la ternura
de vivir para no enfermar el alma
¡oh maravillosa clarividente de la fuente
del amor a mares!
un día te fuiste hasta pronto
tu corazón se quedó rebalsando en el mío
(“Jardín del corazón”, en Rompeolas de altamar, Tomo I, p. 625)
El culto al amor en todas sus manifestaciones fue norte, sur y centro de su poética, fuente inagotable de existencia. La amada mujer esposa y la amada palabra se imantan para ofrecer poemas de gran plenitud lírica en libros como Sydal, Amaromar y Arte-Misa, pero también Pantigoso supo atizar el fuego profundo del dolor, que, junto con la preocupación metafísica del ser, fueron temas indesligables, especialmente, en su etapa de madurez, tal como lo señaló en una entrevista que le hiciéramos para El estilo y la obra (2023, p. 54), texto bibliográfico que compartimos autoría con la poeta Ligia Balarezo:
Me duele el ser, me duele el ser humano, me duele el dolor mortal, la entretela; me duele hasta ese desgarramiento que le está ocurriendo a nuestro Perú. Tengo una desazón honda, aunque reinventando siempre un necesario optimismo y amor por la libertad, por la justicia. Es un sello de preocupación primordial. Es la cruel poética del mundo en que vivimos, y es ¡el arma de la fe en la belleza!
El poeta fue un pensador de su tiempo; su amor por la filosofía y su visión humanística le dieron esa profundidad de ver y sentir las cosas, en la línea de otros grandes maestros, como muy bien lo dijo Renato Sandoval en el prólogo de En el nombre del Perú, (2021, p. 24):
Es un poeta que ha consagrado su vida a tratar de entender, explicar e imaginar la historia del país a través de su literatura, de la misma manera como en su campo lo hicieran José Carlos Mariátegui, Jorge Basadre, Raúl Porras, Alberto Flores Galindo, o en el ámbito literario postulaban en su momento José de la Riva Agüero, José Gálvez, Luis Alberto Sánchez, Estuardo Núñez, Alberto Tauro del Pino, Francisco Carrillo, Augusto Tamayo Vargas, Antonio Cornejo Polar. A todos ellos se suma, en verdad y con justicia, el nombre de Manuel Pantigoso Pecero.
El poeta llenó con su vida, su obra y su dinamismo, una etapa floreciente para la literatura peruana; tamaña pasión solo era comprensible a través de una vida inmensa, unánime. Aunque tenía en mente muchos libros por publicar (casi llegó al centenar de libros editados), al final de su vida puso su atención en su obra poética, en corregir los numerosos poemas que seguía escribiendo con el mismo pulso apasionado de siempre, y nos dejó un fuego hermoso y solidario. Herederos del fuego de su poesía, que crepita con altura e intensidad, siempre estará en la memoria y el corazón.
Artículo publicado gracias a la autorización expresa de Antonio Sarmiento, recibida el 13/11/2024.